Ezequiel AMBRUSTOLO: "Kierkegaard y el juicio del arte moderno"

Pasados ya los vaivenes ondulatorios de la inmanencia estética, Kierkegaard descubrió que el hombre, en su continuo devenir desde la vida hacia la muerte, puede atravesar en su madurez la sobriedad ética, rectora de la personalidad y disipadora de los humos confusos de una juventud romántica y superficial. Una vez alcanzada la victoria mundana de la ética, el sujeto excepcional comienza a ver delante suyo una meta más ardua, un arrebol nítido, al que siente pertenecer desde sus orígenes, y cuando se dirige hacia él, sola y exclusivamente, puede consumar el objetivo de su existencia; hablamos de la conciencia religiosa de lo eterno, de la eterna paradoja instaurada en un orden corrupto, como lo es el de la materia, para delimitar sus contornos temporales y sus deseos de inmortalidad.

El sujeto que alcanza esta atormentada lucidez, consigue un grado tal de conciencia de sí que puede comprender la incógnita de su identidad, de aquello tan valioso para el destino kierkegaardiano: la interioridad subjetiva.

No otro legado, pienso, soñaba darle Kierkegaard al porvenir de la historia, entendida desde la filosofía y el arte, que el de una materia trascendente en lo caduco. La nueva filosofía debería ser conciente de sí misma, pero no desde la objetividad hegeliana, absurdamente inconciente de sus propias limitaciones, sino desde una autoconciencia limitada en su subjetividad, pero siempre deseosa de ir tras lo eterno.

En el caso del arte, los nuevos objetos artísticos deberían dimanar una subjetividad tanto profunda y verdadera como eminentemente introspectiva e interiorizada.

No hace falta aclarar que ni la filosofía ni el arte siguieron el camino anhelado por Kierkegaard hacia la realización de una límpida subjetividad interior. Pero sí es necesario anotar que al menos la filosofía intentó un camino alternativo al trazado por el idealismo hegeliano, a partir de una refundación prelógica en la manera de mirar las cosas (Nietzsche), desde una epistemología crítica (Popper) y una nueva hermenéutica (Gadamer) atareada por develar al ser (Heidegger).

El caso del arte, desde los comienzos del siglo XX, es cada vez más preocupante.

Con el advenimiento de la primera guerra mundial, los movimientos artísticos europeos no escaparon a las crueldades que provocan la desolación de un mundo en constante estado de crisis. Lo cierto es que primero fue el futurismo, y luego el dadaísmo, quienes reconcentraron fuerzas desde los mismos hechos catastróficos que estaban desolando el mundo moderno. Y lo hicieron, lamentablemente, refugiándose en la realidad misma, reproduciéndola. En el caso del futurismo, el beneplácito que en estos espíritus completamente exteriorizados provocaba la guerra sorprendió en un principio, pero luego fue aceptado por un público siempre dispuesto y amante de las nuevas modas. El futurismo hizo un encomio de la guerra, así como el dadaísmo (y más tarde su hijo fidedigno: el surrealismo) veneró por sobre todas las cosas el caos y la destrucción del orden reinante.

El arte ya no era asunto de individualidades atormentadas que buscaban en su propio espíritu las posibles respuestas a un mundo en crisis; ahora el arte se volvía espejo de la superficie, de la interioridad romántica decimonónica devino en un peligroso salto hacia la exterioridad más crasa y el materialismo. El futurismo y el expresionismo alemán estuvieron signados por la justificación de la guerra y el culto impostado a los muertos (prueba irrefutable de esto es el patético poema Morgue de Gottfried Benn). Por su parte, el dadaísmo y el surrealismo conformarán una compleja máquina de guerra al servicio del infierno. “Un nuevo vicio ha nacido y otra ilusión ha sido dada a los hombres: el surrealismo, el hijo de la furia y de las tinieblas” (Aragon).

El surrealismo como un movimiento estético-colectivo autónomo, supo aunar en sí mismo todas las innovaciones impuestas por el futurismo, el cubismo y el expresionismo, pero dándoles una sistematicidad que antes hubiera resultado impensada para tanta improvisación.

Se reclutaron artistas y militantes que no sólo estuvieran a favor del espíritu bélico y vanguardista del comunismo ruso, sino que además fueran inscriptos adherentes, activos al partido comunista[1].

Las consigas son claras: se buscan militantes, rebeldes, locos, y por sobre todo, “personas interesantes” al gusto siempre vanguardista de la refinada burguesía europea. Dispuestos por sobre todo a la revuelta y al desenfreno. La política y el hacer arte se toman lúdicamente, fruto de una desacralización y vulgarización hacia los objetos del mundo.

 

Con tino profético, el ojo adelantado de Sören Kierkegaard supo ver setenta años antes que todos sus contemporáneos, el arquetipo del artista moderno, bohemio y mundano, a través de la figura del seductor donjuanino.

El seductor carece de interioridad. Es pura inmanencia. Va detrás de los efectos pero nunca de las causas. Como un girasol obediente, allí donde se apoya el sol, allí está él.

Lo que caracteriza su esencia no es sólo la superficialidad, sino también lo “interesante”, y la moda de lo inmediato[2]. Él se reconoce de buen gusto, y sabe ver los deseos del público, al que se debe. Busca su adhesión, la seducción, el estupor visual, los fuegos artificiales que hacen ruido y colman la vista, que es el fruto de la concupiscencia[3].

Y una vez obtenido el deseo, ya consumada la seducción, la devoración del objeto, nada le importa del otro: lo que de él podía extraer, gracias a la estupefacción y la entrega incondicional, lo hace ir a la deriva de futuras presas donde satisfacerse.

La característica de la etapa estética kierkegaardiana es la exterioridad, la espontaneidad y el goce. El joven esteta desconoce hacia dónde va, pero sabe que el deseo lo domina enteramente. No obedece razones, está embelesado por los violentos huracanes de la juventud.

Algunos de estos rasgos, sino todos, definen el bleff surrealista y de todo el arte moderno.

Podemos ver en el seductor kierkegaardiano a André Bretón, y a Paul Elóuard, como a Salvador Dalí y más luego a Luis Buñuel, a Warhol, a John Lennon, y un profuso etcétera[4] que llega hasta el actual 2013 y los principales espacios de la vanguardia, como podría ser el MOMA.

En todos ellos vemos preocupación por las formas exteriores (morfé) pero es difícil encontrar en sus obras formas interiores y arquetípicas (eidos) que respondan a una visión trascendente y metafísica del mundo. El canon de lo que, desde Platón, es para los occidentales lo bueno, lo bello y lo verdadero, es echado en saco roto por estos jóvenes díscolos que a la tradición responden con agitadas improvisaciones.

De todo esto no nos queda otra cosa más que decir que el arte moderno es exterior y asubjetivo por naturaleza (entendida previamente la subjetividad kierkegaardiana). El aserto puede parecer lamentable, pero no exagerado.

El arte surrealista, prefigurado ya para siempre en la etapa estética del juvenil Kierkegaard, es pura exterioridad, alzamientos de un joven inmaduro que busca una identidad donde no hay más que apariencias y fútiles modas. El artista moderno, alejado de la profundidad y de “lo serio”, no posee interioridad ni identidad propia, más allá de la que su grupo, de dudosa identidad, por cierto, le pueda dar. Va con él a todos lados, guarda sus manifiestos como un fiel las palabras de su Dios, y al disolverse el grupo, él tiene la posibilidad de replegarse o ir tras otro. Lo que gana en lo exterior o en fama “pública” lo pierde en lo interior, en cabal subjetividad[5].

“La interioridad es la subjetividad” reza el PostScriptum que Kierkegaard escribió en 1846, por lo que deberíamos pensar que todo aquel que carece de interioridad carecerá definitivamente de subjetividad, será siempre mera exterioridad o morfé divagadora.

La subjetividad kierkegaardiana, necesario es aclararlo, no tiene ningún punto en común con la subjetividad entendida en la actualidad: celebración arbitraria del yo, y relativización posmoderna de las verdades objetivas. Esta es la falsa subjetividad que persiguen los artistas de nuestros días. En Kierkegaard, muy por el contrario, la subjetividad del sujeto es absoluto decisionismo, toma de posición en defensa de lo verdadero. Es una subjetividad dialéctica que deviene en verdad religiosa.

El artista moderno, desde que los ideales del surrealismo y la vanguardia siguen siendo su carta magna, carece de profundidad y de una subjetividad decisionista que lo obligue a tomar posición ante la realidad y la existencia: ausente de interioridad, no tendrá entonces ni certezas, ni verdades de ningún tipo, porque, como escribió Kierkegaard en el ya muy alejado siglo XIX: “La interioridad del sujeto existente es la verdad”.

Es a partir de estas sutiles claves que definen al artista actual, a su obstinada búsqueda de un “estilo” carente de interioridad y de una absoluta falta de coherencia- que ya es una postura estilística a priori en todas las vanguardias-, es gracias a esta oscura perspectiva, que podemos advertir el estado decadente del arte occidental moderno.


[1] No es llamativo que Artaud, el único surrealista con un poco más de altura metafísica que sus coterráneos, fuera expulsado del movimiento por negarse a la profesión cuasi religiosa de los soviets.

[2]Yo personalmente no busco historias, ya tengo bastantes. Busco lo inmediato” confiesa en su Diario el seductor kierkegaardiano.

[3] Podríamos citar, al azar, algunos de los apotegmas que definen el espíritu del seductor esteta, inscrustados como oscuros camafeos a la rutina de su Diario. Dice su amigo, al principio del escrito: “Toda su vida estaba marcada por el placer (…) Él utilizaba a los individuos sólo para estimularse, y luego los dejaba a un lado, como los árboles se desprenden de las hojas: él se rejuvenecía, las hojas se marchitaban”. En cuanto a su pasión inmanente por lo interesante, dice en su Diario el seductor: “Lo interesante es el terreno desde donde debe darse la batalla”. En cuanto a su búsqueda hedonista del placer, aclara, para quien tiene algún tipo de dudas de su interioridad invertida: “Toda relación tiene que acabar una vez que se haya gozado a fondo”. Referido al itinerario de su espíritu, que no posee intrínsecamente ninguna definición, más allá de la moda a la que obedece dentro de su escuela, o grupo de pertenencia, nos manifiesta la bitácora de su lógica: “Mantener el relato en una línea ambigua, de forma que los oyentes entiendan sólo una parte de cuanto se dice, y luego, de repente, adviertan que las palabras podían ser interpretadas en un sentido completamente distinto, en esto radica mi arte”. Semejante improvisación de valores, tamaño cinismo ante el que está frente a nosotros… ¿no está el seductor adelantándose al espíritu interesante e irónico de los surrealistas? A propósito, recuerdo una anécdota de Buñuel y Dalí en su visita a la residencia de Juan Ramón Jimenez. Cuando aquellos eran jóvenes y Juan Ramón ya era un señor mayor y aplaudido por la historiografía de la literatura española, Buñuel y Dalí, preclaros surrealistas, deciden ir a visitar al anciano poeta, en señal de admiración. Jimenez los recibe, escucha sus encomios, agradece las palabras de elogio, intercambian gratas palabras y se retiran, y el autor de Platero y yo los bendice: ustedes son “juventud maravillosa”. Al otro día, los jóvenes le envían al anciano una ya demasiado famosa carta que reza tan sólo lo siguiente: Nuestro distinguido amigo: Nos creemos en el deber de decirle -sí, desinteresadamente- que su obra nos repugna profundamente por inmoral, por histérica, por arbitraria. Especialmente: ¡¡MERDE!! para su Platero y yo, para su fácil y malintencionado Platero y yo, el burro menos burro, el burro más odioso con el que nos hemos tropezado” ¿No fue acaso éste el plan de operaciones de la juventud vanguardista de los años XX para con la generación de sus padres? Acaso ha sido el surrealismo la primera de las generaciones estéticas que fue exclusivamente rupturista con toda la tradición precedente. Es aquí tal vez donde surge el espíritu anti tradicional que caracteriza a todas las vanguardias estéticas del siglo XX hasta nuestros días.

[4] A Walter Rehm y a Hans Sedlmayr debemos el hallazgo del perfecto seductor, interesante y siempre en boga, minuciosamente realizado en Pablo Picasso, aquel genio polivalente y multidimensional que merece nuestro aplauso pero también nuestra cautela.

[5] No por otra circunstancia el artista interesante es el que aplaude y consigna el público, ese engendro de la modernidad diseñado por la publicidad, en el que Kierkegaard siempre vio una de las claves de la perdición moderna, mientras que el sujeto cristiano trabaja desde la interioridad y por la interioridad, y sólo para “aquel individuo”, el hiin enkelte.

 

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