LA SIMBÓLICA DEL MAL
Autor: Paul Ricoeur

(De “Introducción a la simbólica del mal” y “Finitud y culpabilidad”)

El concepto de pecado original tomado como tal no es un concepto bíblico. De ahí que el objetivo de Ricoeur sea deshacer el concepto a fin de comprender su sentido, aquello a lo que remite. En tanto concepto, es un falso saber y hay que destruirlo como saber y recuperarlo como símbolo verdadero de algo que él sólo puede transmitir.

Como falso saber, Ricoeur lo caracteriza diciendo que es un saber casi jurídico de la culpabilidad (categoría jurídica de deuda) y un saber casi biológico sobre la transmisión de una tara hereditaria (categoría biológica de herencia). Sin embargo, su sentido no es ese saber jurídico-biológico acerca de una monstruosa culpabilidad hereditaria sino un símbolo racional de lo que aparece como más profundo en la confesión de los pecados.

Lo que llevó a hacer esa elaboración conceptual fue el combate contra la gnosis, de manera tal que la anti-gnosis se convirtió en una cuasi-gnosis. Fue en la polémica antimaniquea y antipelagiana que San Agustín acuñó este concepto.

Para la gnosis, el mal es una realidad casi física que penetra en el hombre desde afuera. El cosmos es una máquina de perdición y de salvación. No sólo es divinizado sino contra-divinizado o satanizado. El mal es la mundanidad misma del mundo. No procede de la libertad humana sino que va de las potencias del mundo hacia el hombre. El pecado no es tanto el acto de hacer el mal como la desgracia de existir. Es destino interiorizado. Por eso, la salvación también viene desde fuera, por una mera magia de liberación sin ninguna relación con la responsabilidad del hombre.

Contra esta gnosis del mal, los Padres griegos y latinos sostuvieron que el mal no tiene naturaleza. No es cosa ni materia ni sustancia ni mundo. No hay que limitarse a rechazar la respuesta a la pregunta “¿qué es el mal?”, sino rechazar la pregunta misma, porque el mal no es un ser sino un hacer. Lo que transmite el pecado de Adán en el relato de la Caída es la afirmación de que el hombre es, si no el origen absoluto, al menos el punto de emergencia del mal en el mundo. El pecado no es un mundo, entra en el mundo por un hombre.

San Agustín elabora entonces una visión del mal en la cual el hombre es íntegramente responsable y la separa de una visión trágica en la cual el hombre sería ya no autor sino víctima de Dios. Resume lo que dice la teología cristiana por oposición a la gnosis con estas palabras: “Si hay penitencia, es porque hay culpabilidad; si hay culpabilidad, significa que hay voluntad; si hay voluntad en el pecado, no se trata de una naturaleza que nos obliga”. Llegados a este punto, dice Ricoeur, la conceptualización del mal debería orientarse hacia la idea de una contingencia del mal, de un mal que surge como un hecho puramente irracional, como un “salto” cualitativo, según Kierkegaard. Pero Agustín no tenía forma de tematizar esto, más que readaptando ciertos conceptos tomados del neoplatonismo. De este modo, considera que el mal es inclinación de aquello que tiene más ser hacia aquello que tiene menos ser, un desfallecer, un tender hacia la nada. El adjetivo “original” indica que no se trata del pecado actual sino del estado del pecado en el cual existimos por nacimiento. El esquema de la herencia sería lo contrario de la declinación individual porque se trataría no de un principio individual del mal sino de una herencia transmitida a todo el género humano por un primer hombre considerado iniciador y propagador del mal. En esta concepción se inscribe el paralelo que presenta San Pablo entre Cristo, hombre perfecto, segundo Adán, iniciador de la salvación y el primer hombre, el primer Adán, iniciador de la perdición. Para Agustín, la individualidad de Adán es un hombre histórico en quien todos hemos pecado. La diferencia entre Agustin y Pablo es que Pablo limita la interpretación literal del papel del primer hombre y además Adán no es un primer autor sino nás bien un primer vehículo. El pecado es una dimensión supra-individual que reúne a todos los hombres y constituye a cada uno en pecador. La pérdida de esta dimensión presente en San Pablo lleva a la interpretación jurídico-biológica de culpa individual de Adán y transmisión hereditaria.

En realidad, Pelagio se ubica en una línea voluntarista según la cual cada uno peca por sí mismo y Dios, que es justo, no podría castigar a alguien por el pecado de otro hombre. Las palabras bíblicas: ”Te pongo delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida” son traducidas por Pelagio como la libertas ad peccandum et ad non peccandum. Por lo tanto, para él, la interpretación agustiniana del pecado original sería una vuelta al maniqueísmo. Sin embargo, Agustín rechaza con todas sus fuerzas la idea pelagiana de una libertad sin naturaleza adquirida, sin hábito, sin historia y sin cargas que sería como una indeterminación absoluta en cada uno de nosotros. En las Confesiones, Agustín habla de una voluntad que se aleja de sí misma y obedece a una ley que no es la suya. En obras posteriores, Agustín endurece todavía más el argumento jurídico- biológico, para contrarrestar la tesis de la simple imitación de Adán, hablando de una culpabilidad anterior al nacimiento, la culpabilidad de los niños en el vientre de la madre per generationem, por “generación”. De esta manera, queda reavivada la antigua asociación de la conciencia arcaica entre impureza y sexualidad.

Precisamente, en otro libro que se llama “Finitud y culpabilidad”, Ricoeur amplía esta concepción arcaica del mal como cuerpo, cosa, mundo dentro del cual el alma ha caído. Este carácter exterior, objetivo, del mal da lugar al esquema de una sustancia, la mancha, la impureza, que infecta por contagio. Subjetivamente el hombre vive este hecho objetivo a través de un sentimiento específico que es el miedo. Con la mancha se penetra en el reino del terror y el filósofo, dice Ricoeur, evoca el nec spe nec metu (no esperar nada para así no temer nada) de Spinoza y también la afinidad con las neurosis obsesivas. El inventario de la mancha se extiende en mil prescripciones minuciosas que para nosotros carecen de valor ético y, en cambio, no se consideran impuros actos como la mentira, el robo y, a veces, hasta el homicidio. Estos últimos sólo se consideran malos dentro de otro sistema de referencia distinto del de los contactos infecciosos, es decir en conexión con la santidad divina, los lazos interpersonales y la estima propia. El mundo de la mancha es anterior a la separación entre lo ético y lo físico. Pero si se viola lo que está prohibido (relacionado casi siempre con la sexualidad: incesto, sodomía, aborto, adulterio, etc), la venganza recae sobre el hombre que sufre toda clase de desgracias y calamidades, incluso la muerte. Como contrapartida, surgen los ritos de purificación para alejar la mancha: lavar, quemar, expulsar, escupir, enterrar. Y esto que Ricoeur llama el mundo del “terror ético” ha sido una de las “racionalizaciones” más pertinaces del “mal” del sufrimiento.

Según Ricoeur, la imagen de la mancha pudo sobrevivir porque desde un principio había tenido la fuerza expresiva del símbolo. Pasó de la concepción mágica y ritual que había tenido en un principio a ser un símbolo del mal y penetra en el mundo de la palabra a través de la prohibición, que expresa lo puro y lo impuro. La mancha es el “esquema” primordial del mal.

Volviendo a Agustín, dice Ricoeur que el concepto de pecado original, que era anti-gnóstico por sus orígenes y por su intención, se fue haciendo gnóstico a medida que se racionalizó. La elección es por gracia, la perdición es por derecho y a fin de justificar esta perdición por derecho, Agustín elaboró la idea de una culpabilidad por naturaleza, heredada del primer hombre, efectiva como un acto y castigable como un crimen. Hasta aquí, dice Ricoeur, pareciera que el gran San Agustín está imbuido del raciocinio insensato de los abogados de Dios y que el suyo es un proyecto demente de justificar a Dios, cuando en realidad es Dios quien nos justifica. Sin embargo, se pregunta cómo es posible que el concepto de pecado original forme parte de la tradición más ortodoxa del cristianismo y afirma que Pelagio puede tener mil veces razón contra el pseudo concepto de pecado original, pero San Agustín incluye algo esencial en esta mitología dogmática que Pelagio desconoció por completo y que hace que sea Agustín quien siempre tenga razón a través y a pesar de esta mitología adánica.

Ricoeur lo va a mostrar diciendo que los conceptos no tienen consistencia propia sino que remiten a expresiones que son analógicas y que lo son no por falta de rigor sino por exceso de significado. Por lo tanto, hay que desandar el camino de la especulación y volver a la enorme carga de sentido que tienen los símbolos prerracionales, tales como deambulación, rebelión, blanco errado, camino sinuoso y tortuoso y, sobre todo, cautiverio.

La Biblia hebrea no posee una palabra abstracta para designar el pecado, sino un haz de expresiones concretas que indican, cada una a su manera y en forma figurada, posibles líneas de interpretación.

Ricoeur menciona cuatro raíces:

  1. –CHATTAT- fallar el blanco
  2. –AWON- sendero tortuoso
  3. –PESHÁ’- envaramiento de la nuca, rebeldia
  4. –SHAGAH- extravío, perdición

La unión de las dos primeras raíces indica el concepto de lo a-nómalo, des-viado o torcido. El término griego “amartema”, que suministró la noción abstracta de pecado a través de la traducción latina “peccatum”, guarda cierto parentesco con la primera raíz hebrea, con lo que se da idea de errar, fallar el camino recto sin atender a los motivos del acto ni a la disposición íntima del agente. La raíz “peshá’”, en cambio, denota la intención perversa, la ruptura de la relación con Dios en cuanto iniciativa y como el cuadro es el de una relación personal entre el hombre y Dios, el núcleo de la imagen lo forma la voluntad humana oponiéndose a la volunttad santa de Dios. Constituye el símbolo más existencial del pecado y a este ciclo pertenecen las palabras que expresan infidelidad, adulterio, no querer oír ni escuchar, la dureza de oído y la rigidez de la nuca. La raíz “shagah” nos da en una sola instantánea toda la panorámica de la situación en la que el hombre se encuentra descarriado y perdido. Esta imagen anuncia los símbolos más modernos de la alienación y el desamparo. Todos estos símbolos designan más que una sustancia perniciosa, como lo hacía el símbolo de la mancha, la ruptura de una relación, una relación lesionada. El pecador “se aleja” de Dios, “olvida” a Dios, es un “in-sensato”, un “falto de juicio”. El “ante Dios” de la existencia se convierte en un “contra Dios” en el pecado.

Ricoeur subraya tres rasgos notables de la experiencia penitencial:

La categoría predominante en la noción de pecado es la categoría del “ante Dios”, que no quiere decir ante el “totalmente Otro” del análisis hegeliano de la conciencia desdichada. Ese análisis es desorientador porque el momento inicial no es la nada del hombre puesta ante el ser y el todo de Dios. El momento inicial no es la conciencia desdichada, sino la Alianza, el Berit de los judíos. Lo que cuenta en la conciencia de pecado es la constitución previa de ese vínculo de la Alianza. La conciencia del pecado no es su medida. El pecado es mi verdadera situación delante de Dios. El “ante Dios” y no mi conciencia es la medida del pecado. Por esa razón, se necesita Otro, un profeta que lo denuncie. Ninguna toma de conciencia de mí a mí mismo es suficiente. La conciencia misma, que está implicada en la situación, se engaña y se miente. Ezequiel llama “corazón de piedra” a ese endurecimiento que se hace inaccesible a la interpelación divina. Esa denuncia se desarrolló dentro de un espíritu de penitencia, por el cual el judío no sólo se arrepiente de sus acciones, sino de la raíz misma de sus acciones. Ese arrepentimiento penetra hasta el fondo del “corazón” del hombre, hasta su misma “intención”, que es la fuente de sus acciones múltiples.

Además de la dimensión personal, la experiencia penitencial descubre la dimensión comunitaria del pecado. El “corazón” malo de cada uno se identifica con el “corazón” malo de todos formando un “nosotros” específico, el “nosotros pecadores”, que une a la humanidad entera en una culpabilidad solidaria e indivisa, algo así como una decisión que pudiese tomar cada uno por todos y todos por cada uno.

Por último, subraya el aspecto más tenebroso del pecado. El pecado no es sólo un estado, una situación en la cual está sumido el hombre, sino una fuerza que lo encadena, que lo mantiene cautivo, que lo esclaviza. San Pablo acentúa el aspecto esclavizador del pecado. El pecado es un poder demoníaco que “está en nuestros miembros”, “habita” en el hombre en lugar de ser producido o planteado por él. En “Finitud y culpabilidad”, Ricoeur señala que Jesús no alude nunca al episodio de la Caída de Adán, sino que acepta la existencia del mal como un hecho, como la situación previa que supone la llamada al arrepentimiento. Con la misma fuerza que el “corazón” malo, subrayan los Sinópticos el “adversario”, el “enemigo”, el “espíritu inmundo”, el Maligno.

De manera que el relato de la Caída revela ese aspecto misterioso del mal en que si bien cada uno de nosotros lo comienza, lo inaugura, también cada uno de nosotros lo encuentra, lo encuentra allí, en sí mismo, fuera de sí, delante suyo. Al sucumbir ante el poder tentador, toda la condición humana aparece marcada con el sello de la penalidad. El pudor que sigue a la culpa cambia el plano de las relaciones humanas, no sólo sexuales, que, en adelante, quedó marcado por el signo del disimulo en toda la vida social, según Ricoeur. El trabajo, que antes era un placer, se convierte en carga penosa. Los dolores del parto ensombrecen la alegría de la procreación. La lucha declarada entre la descendencia de la mujer y la de la serpiente simboliza la condición doliente y militante de la libertad que ahora estará expuesta a la astucia de los deseos y apetencias. En Génesis 4, 6-7 dice Yahvé a Caín: “¿Por qué andas irritado y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia y a quien tienes que dominar” (cita de la Biblia de Jerusalén).

En cuanto a la prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, más que una prohibición, Ricoeur la interpreta como una limitación que, lejos de coartar la libertad, en el estado de inocencia, la orienta y salvaguarda. Sólo bajo el régimen de la libertad “caída”, la autoridad se transforma en prohibición. Lo que se prohíbe aquí en realidad no es tal o cual acto concreto, sino esa especie de autonomía que querría convertir al hombre en el árbitro supremo de la distinción entre el bien y el mal.

La serpiente tienta con la infinitud del mismo deseo. Ricoeur dice que es el deseo del deseo enseñoreándose del conocimiento, de la acción, de la voluntad y del ser. Frente al anhelo de la infinitud que promete la serpiente (“Se os abrirán los ojos y seréis como dioses”), la finitud, que consiste en el hecho de ser creado, se hace insoportable. Lo que introduce la serpiente es ese “infinito malo” que pervierte el sentido del límite que orientaba a la libertad. A partir de entonces parece como si toda la realidad humana estuviese constituida por el infinito malo del deseo humano, de esa ansia eterna de ser otro y de ser y de tener más, que es el que anima el movimiento de las civilizaciones.

En el relato bíblico, la mujer simboliza el punto de debilidad frente al seductor. La serpiente tienta al hombre a través de la mujer. Ella representa el punto de resistencia mínima de la libertad finita ante la llamada del Pseudo, del infinito malo. Por eso, dice Ricoeur, no debemos ver en Eva a la mujer en su calidad de “segundo sexo”. Todas las mujeres y todos los hombres son Adán; todos los hombres y todas las mujeres son Eva; todas las mujeres pecan en Adán; todos los hombres se dejan seducir en Eva. “Fragilidad, tienes nombre de mujer”, se lee en Hamlet.

Por su parte, la figura de la serpiente dramatiza un aspecto importante de la experiencia de la tentación: una experiencia cuasi exterior. La tentación sería una especie de seducción ejercida desde fuera, la cual evolucionaría en complacencia hacia esa aparición que “pone cerco al corazón”. Pecar consistiría en ceder, en rendirse. La serpiente sería una parte de nosotros mismos, que nos pasa inadvertida. Sería la seducción con que nos seducimos nosotros mismos, proyectada en el objeto de la seducción. Esta interpretación coincide con la del apóstol Santiago, que menciona Ricoeur y también Kierkegaard: “Ninguno, cuando sea tentado, diga: 'Es Dios quien me prueba', ya que Dios no puede ser tentado por ningún mal ni se dedica a tentar a nadie, sino que cada uno es tentado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce” (1, 13-14). Siguiendo la línea de pensamiento de Santiago, se podría decir que ese pseudoexterior sólo se convierte en realidad extraña bajo la acción de la mala fe, por la cual buscamos disculparnos y salvar nuestra inocencia echando la culpa a “Otro”. Eso es precisamente lo que hace la mujer (y Ricoeur no menciona que el hombre también, y primero) cuando Dios le interroga “¿Por qué hiciste eso?” “Me ha seducido la serpiente, y comí”, responde ella. (Y Adán: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí”). La mala fe se aprovecha de esa cuasi exterioridad del deseo para utilizarla como una coartada de la libertad. La astucia de esta disculpa consiste en situar fuera de sí una tentación que confinaba con el interior y el exterior. La serpiente representa la proyección psicológica de la concupiscencia, que abre horizontes amplísimos, dentro de los cuales la sexualidad es sólo una parte. Sin embargo, no se agota aquí su simbolismo. La serpiente es también exterior. En la experiencia histórica del hombre, cada cual encuentra que el mal estaba ya allí; nadie lo comienza del todo. El mal forma parte de la conexión interhumana. Existe una anterioridad del mal con respecto a sí mismo. Por eso aparece ya reptando en el Edén. Y hay algo más. Por detrás de la proyección de nuestra concupiscencia y de la tradición de un mal que ya existía, está la relación cósmica y humana de indiferencia frente a la exigencia ética. Del espectáculo del mundo, del curso de la historia, de la crueldad de la naturaleza y de los hombres, brota un sentimiento de que todo el cosmos es un puro absurdo. Gabriel Marcel habla de la “invitación a la traición” que contrasta con el deseo de verdad y felicidad en los hombres. La serpiente simboliza el caos en nosotros, entre nosotros y fuera de nosotros. Representa la cara del mal que escapa a la libertad responsable del hombre y del cual, sin embargo, es también responsable, por condescender, por ceder.

No se puede especular sobre el mal que nosotros iniciamos ni sobre el mal que encontramos sin la referencia a la historia de la salvación. Siguiendo a San Pablo, considera el pecado original como un antitipo que introduce una tensión histórica en la experiencia humana a partir del doble horizonte de una génesis y un apocalipsis. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. El relato del pecado original da cuenta de una constitución perversa más originaria que toda decisión particular como un acontecimiento irracional que brota del seno de una creación buena. Encierra el origen del mal en un instante simbólico que pone fin a la inocencia e inicia la maldición. De este modo, revela el sentido de la historia de todos los hombres cuyo movimiento apunta a una libertad que Ricoeur denomina “libertad según la Esperanza”, que equivale a la pasión por lo posible de la que habla Kierkegaard y al “cuanto más” de San Pablo, una libertad que se plantea “pese a” la muerte. La esperanza no tanto en un Dios que es sino en un Dios que viene. La esperanza de que llegue a desaparecer el temor, la muerte de la muerte, el triunfo del amor. El temor de no amar lo bastante es el más torturante y el que engendra el mismo amor. Como el hombre nunca llega a amar lo bastante, no es posible eliminar el miedo a no merecer ser amado a su vez plenamente. Sólo la esperanza del amor perfecto elimina el temor. Son palabras de San Juan: “No hay temor en el amor”.

 

(Trabajo preparado por Anna Fioravanti para el seminario “El concepto de la angustia”, que coordina Oscar Cuervo)

Julio 2003

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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