Sara VASSALLO: Kerkegaard, el instante
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          Hay dos clases de filósofos: los que, como dice Lacan, articulan su discurso “en un criterio que el pensamiento captaría con su propia medida”, por otro lado los que presuponen de entrada la insuficiencia de esa pretensión. Los primeros podrían afirmar, por ejemplo, que el pensamiento y el ser son idénticos, los segundos, que algo (ya sea la pequeñez humana, ya sea una relación de alienación inexorable en el lenguaje, ya sea los límites de la razón (Kant), ya sea la “existencia”) interrumpen esa identidad haciéndola imposible de concebir. Los primeros son adeptos de la proporción, los segundos de la desproporción, los primeros de la paridad, los segundos de lo impar. Los primeros alegan lo medible, los segundos lo inconmensurable. Los primeros argumentan en base a la conciliación de los contrarios, los segundos en base a la imposibilidad de conciliar. Los primeros son los filósofos de lo homogéneo (del Uno), los segundos de lo heterogéneo (o de lo Otro). Los primeros (para decirlo con Pascal) serían los que buscan y encuentran, los segundos, los que buscan sin encontrar o en última instancia, los que solo encuentran buscando.
Es evidente que ambas dimensiones se pueden encontrar en un mismo filósofo (para Platón, las Ideas están más allá de la finitud humana, pero la idea de participación las hace accesibles; para san Anselmo o santo Tomás, es cierto que Dios es infinito e inconmensurable, pero la idea de Dios creador, que incluye a la criatura en su obra, la envuelve a ésta haciendo que el intelecto de la criatura albergue dentro de sí lo que es inconmensurable con él); es cierto que Kant erige una Ley ética universal pero al mismo tiempo reconoce que solo en forma indefinida y parcial se podrá llegar a cumplirla. Pero en estos filósofos, el Uno termina prevaleciendo sobre la Diferencia, el Todo incluyente sobre la parte excluida.
Kierkegaard pertenece a la segunda de estas dos clases. Como san Agustín, Nicolás de Cusa, Pascal, como Nietszche, Heidegger o Lacan.  Afirmó de una forma desesperada y a los gritos, la no-conciliación de las contradicciones, el intervalo entre el ser y el pensamiento, la diferencia absoluta. Repitió con infinitas variantes que “existir” es estar exilado del Uno. La categoría que usó Kierkegaard para mostrar este exilio del Uno, esta coincidencia del existente con una falla en el ser,  es el “instante”. No es la única, hay otras pero todas la suponen.
En las Migajas filosóficas, es donde el instante se elabora de un modo explícito. Las Migajas plantean algo que se podría resumir como el “tropiezo del pensamiento especulativo” (cuyo paradigma es el sistema hegeliano contemporáneo a Kierkegaard). En ese tropiezo se da lo que Kierkegaard llama el “paroxismo de la pasión”, que consiste “en querer su propia pérdida”. Sus obras anteriores, La alternativa, La repetición, Temor y Temblor ya habían mostrado cómo hay algo imposible de conciliar especulativamente en el enigma del amor – donde la amada se presenta como lo absolutamente Otro y no un tú de tipo especular sino como un “prójimo” en el sentido cristiano, o sea, lo más alejado de un “alter ego” narcisista – en la imposibilidad de repetir el placer, o sea, de que la vida no nos sea devuelta de modo que lo perdido sea recuperado; en la injusticia divina en el  sacrificio de Isaac. En las Migajas  el mismo tema se radicaliza en torno esta vez a los límites de probar la existencia de Dios (que en la perspectiva altamente filosófica y en el fondo laica que es la suya), se enfoca como la imposibilidad de  deducir al “dios desconocido” de una argumentación racional. El límite ante el cual se detiene el pensamiento “inmanente” (hegeliano) nos precede, precede a nuestro pensamiento de un modo radical. De tal modo que cuando el filósofo define al sujeto como pensándose a sí mismo y como la realidad misma (en el idealismo absoluto de Hegel), se soslaya ese límite remplazándolo por una identidad pensamiento/realidad que lo obtura.
El problema de plantea de un modo similar al de Pascal, quien preguntaba: ¿Cómo los filósofos pretenden definir cosas como el ser, si el “ser”, o por lo menos la palabra “es”,  está ya en su lenguaje? Usan para definir el ser la misma palabra que pretenden definir: “El ser es…” Lo cual probaría que cosas como el ser, la causa, el amor, no son definibles como objetos exteriores al lenguaje.
El blanco al que apunta Kierkegaard  es la prueba ontológica, la que prueba que Dios existe por inferencia de sus cualidades (omnipresente, omnisciente, bondad suprema). Cuanto más perfecto es un ser, más es. (argumento de Spinoza en nota 1 p. 92. Spinoza explica “perfecto” como “realidad” o “ser”, lo cual es lo mismo que decir: cuanto más es, más es. Le falta la distinción entre el ser ideal y el ser real. Si se los distingue, surge la EXISTENCIA. En Spinoza, los diferentes grados del ser acrecienta la confusión. En cuanto hablo idealmente del ser, hablo de esencia y no de ser. Lo necesario posee la idealidad suprema, por eso es. Pero el problema es “ser o no ser”). Kierkegaard está en realidad más cerca de la teología negativa, que sostenía que a Dios no pueden atribuirse sino atributos negativos, si se lo nombra de un modo positivo, no se lo nombra ni se lo designa. Todo atributo (grande, sabio, bondadoso, misericordioso, más grande y más sabio que todos los seres, etc.) significaría que se iguala a Dios con los seres creados. Al contrario, la teología negativa establece una diferencia insalvable entre Dios y los entes creados. Dios “es” (o existe) porque no se lo puede calificar ni nombrar. “Es” porque se lo niega como ente nombrable. Surge ahí otro tipo de existencia, que es la consecuencia de no poder ser pensada ni nombrada.
Las Migajas llevan al extremo la crítica de la prueba ontológica (llamada así desde Kant, que fue el primero en cuestionar la “existencia” en sentido metafísico). Según la prueba ontológica, desarrollada por primera vez por san Anselmo de Canterbury en el siglo XI, se deduce que “si Dios es el más grande, el más sabio, el más poderoso, etc., si es lo más grande que todo lo que existe, entonces no puede no existir. El argumento es un argumento cuantitativo, proporcional. Dios (creador, causa primera) se presenta como el más de todos los más. No se sale de la serie cuantitativa de los números enteros.  Kierkegaard, en cambio, parte de la base de una heterogeneidad absoluta, no calificable por el lenguaje, algo extraño al lenguaje y al pensamiento: “El paroxismo de toda pasión es querer su propia pérdida y es igualmente la suprema pasión de la inteligencia buscar el choque, aunque ese choque la lleve de un modo u otro a su propia ruina”.  Pero “¿cuál es – se pregunta después de un rodeo por el diálogo Fedro – ese Desconocido con el cual el pensamiento se tropieza en su pasión paradójica, y que perturba incluso en el hombre el conocimiento de sí mismo? Es lo Desconocido. Pero por lo menos no es nada humano, porque el hombre está en terreno conocido (…) Llamémosle “el dios”   (alusión al pasaje de las Actas de los Apóstoles sobre el episodio de san Pablo en Grecia: encuentra una estatua que dice en su pedestal: a un dios desconocido”. “Ese es el dios – dice Pablo de Tarso – que les vengo a predicar). No es más que un nombre que le damos. No se le podrá ocurrir a la inteligencia querer probar que existe ese Desconocido (el dios. Si el dios no existe, es por cierto imposible probarlo, pero si existe, ¡qué locura querer hacerlo! Porque en el instante en que empieza la prueba, ya la presupuse, no como cosa dudosa (crítica del escepticismo y de la duda metódica) sino porque de una ojeada instantánea, comprendimos la imposibilidad  de esa empresa en el caso de que existiera” (Las migajas filosóficas, capítulo III).
Cómo probar la existencia de Napoleón de sus actos. Es cierto que su existencia explica muchos actos, pero éstos no muestran su existencia, a menos de admitirla con el mismo nombre de “Napoleón”. Inútil probar su existencia, si ya lo nombré.  Y si ignoro el autor de esos actos, ¿cómo probar que son de Napoleón? Probar su existencia de sus actos implica un idealismo.
La metáfora utilizada con el juego de los “poussah” resume la dificultad. “¿No ocurre  aquí como con esos juguetes que se llaman poussah? En cuanto uno lo suelta, el poussah se vuelve a enderezar sobre su bolita. En cuanto se lo suelta. Por lo tanto, hay que soltarlo. Lo mismo pasa con la prueba: mientras no largue mi demostración (o sea, mientras continúo mi acción de probar), la existencia se me aparece como un resultado porque en tanto no disponga de otras razones, estoy probándolo. Pero en cuanto largo la prueba, la existencia aparece.”
Esta comparación con un juego infantil simplifica las cosas y al mismo tiempo las dificulta al infinito. Porque soltar la prueba daría razón al escepticismo, al agnosticismo, e incluso al idealismo. Lo que dice K es que mientras desarrollo un argumento (un ser que tiene todas las perfecciones posibles, debe existir), ese ser existe como posible. Pero solo será real cuando deje de probar, como el juguete que se endereza sobre la bola.
Lo real se asimila a lo imposible de probar. Lo posible se asimila a una realidad imaginada o “pensada”.
En cuanto lo simbólico deja de operar, aparece lo Real. Lo Real aparece cuando lo Simbólico fracasa.
Esta contradicción se revela no solo en la existencia de Dios sino en la propia existencia: “Si el pensamiento pudiera provocar a la realidad en el sentido de la realidad y no de realidad pensada en el sentido de posibilidad, entonces el pensamiento debería cobrar vida y retirar al existente la única realidad con la cual se relaciona como una realidad, es decir, la suya (….) Lo que habita en el hombre es la única realidad que, por el hecho de que algo se sabe de ella, no se vuelve una posibilidad, y de la cual no s e puede saber algo simplemente porque se la piensa, porque es la realidad propia del hombre” (Post - Scriptum aux Miettes philosophiques, pp. 214-222).
Un hiato – diría el psicoanálisis – separa lo Real que soy – mi síntoma – de lo que me represento como mi realidad. La distinción entre la “realidad pensada” (imaginario) y la “realidad” marca la diferencia entre  lo S/I y lo R.
Hasta aquí, hay un fracaso de lo S  o de la “prueba”. ¿Para qué probar entonces?  La conclusión de Kierkegaard no se queda allí. No es tan inútil como parece, el sujeto que “prueba” no queda en una situación tan humillada ni impotente, no desaparece entre lo S y lo R. “No obstante – prosigue K en Migajas, cap III – ese hecho mismo de largar o soltar es ya también algo. ¿No es acaso “meine Zuthat” [mi ingrediente en alemán]? ¿No debería ser tenido en cuenta, ese pequeño instante, por breve que sea, porque no tiene necesidad de ser largo, ya que es un salto?
Un psicoanalista familiarizado con el discurso de Lacan no podría menos de pensar que lo que Kierkegaard sitúa en este “salto” entre lo que no se puede pensar y lo que aparece en su lugar, o sea, la “existencia”, es el sujeto mismo. Y no puede menos que recordar la “ex – sistencia” afanizada e inconsistente del inconsciente  tal como Lacan la presenta  en los primeros cursos del Libro XI del Seminario: El inconsciente –dice – no es ni no es, dice. Está entre los dos. Surge en una grieta entre lo no-sabido y lo sabido. Está entre los dos. Se sustrae a definiciones de tipo parmenidiano (El ser es y el no-ser no es, decía Parménides). Y a toda definición que tenga lo Uno como criterio: “El Uno del inconsciente es un trazo […], es lo no-nacido […] En la hiancia de la causa se encuentra algo no realizado [que] los analistas de la 1º y 2º generación se ocuparon de suturar […] Ustedes me acordarán que el uno que introduce la experiencia del inconsciente es el uno de la grieta, de la falla, la ruptura. Surge aquí una forma desconocida de uno, el “un” de la Unbewusste. Digamos que el uno de la Unbewusste  es el Unbegriff,   no el no-concepto, sino el concepto de la falta” (22/I/1964). En la clase que sigue dirá que solo se lo puede capturar en una lógica temporal, es decir, a condición de dejar de concebir el tiempo como una cosa que dura: “Ónticamente lo inconsciente es lo evasivo, captable solo en una estructura temporal. Lo óntico en la función del inconsciente es la grieta por donde ese algo cuya aventura parece tan corta, es por un instante traído a luz, un instante porque ese segundo tiempo, que es de cierre, da a la captación un aspecto de desvanecimiento” (Libro XI del Seminario, curso del 29/1/1964).
Lo óntico aquí desvía el sentido filosófico, que lo refiere a una entidad que “es”, que tiene una consistencia. ¿Por qué en una estructura temporal? El lapso, el chiste, las formaciones del inconsciente, se perciben como tales después de que se produjeron. En el momento en que me doy cuenta de que  me olvidé las llaves, ya me las olvidé. La captación de lo inconsciente se da en la grieta entre lo sabido y lo no-sabido. ¿Cuál es el sentido que se escabulle en ese lapsus que ya no puedo recuperar? En cuanto el inconsciente se abre, antes de abrirse del todo, se cierra. La lógica temporal es la constituida por esa apertura/cierre, en el intervalo entre lo que se entrevió ya desapareció y el después, en que me anoticiamos, siempre demasiado tarde, del lapsus: “La aparición desvaneciente entre dos puntos, inicial y terminal, de ese tiempo lógico, entre el instante de ver en que algo es, siempre elidido, y el momento elusivo en que la aprehensión del inconsciente no concluye, donde se trata siempre de una recuperación engañosa [leurrée]” (Ibid, p. 41 de ed. Seuil). La lógica temporal reaparece en muchos contextos como “tiempo reversito” por ejemplo en Posición del inconsciente, para referirse al surgimiento del sujeto en relación con el significante: “El significante produciéndose en el lugar del Otro no detectado todavía, hace surgir allí el ser del sujeto que no tiene todavía la palabra, pero es al precio de cosificaro. Lo que había allí preparado para hablar, en el doble sentido que el imperfecto en francés da al “había”, o sea, ponerlo en el instante anterior: estaba ahí y no está más, pero también en el instante posterior: un poco más estaba, de haber podido estar -. Lo que había allíu desaparece al no ser más que un significante”
Si comparamos esta descripción de lo inconsciente de Lacan con la reflexión de Kierkegaard sobre las pruebas de la existencia de Dios no es por forzamiento sino porque la refutación de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios en base al instante por el cual el pensamiento es cortocircuitado por lo Otro de sí mismo, se extienden a todos los niveles del pensamiento de Kierkegaard. En realidad, ese fracaso del pensamiento ilustrado en el juego de los “poussah” no concierne a la existencia de Dios de un modo específico sino a  la existencia “tout court”, o mejor dicho, al “existente” que Kierkegaard elabora contra Hegel en el Postcriptum a las Migajas (NOTA 1)
El existente, dirá en el Post-scriptum, es un “intervalo entre el ser y el pensamiento”. Es imposible no ver que ese intervalo tiene la estructura del instante: después de pensarlo, pero a la vez en un antes que anula el después, el existente aparece en una estructura de alteridad  y como en el límite entre lo visto y lo no-visto.
Esa estructura del instante se caracteriza por prescindir de dos elementos que caracterizan la razón como pensamiento del Uno: el principio de contradicción y la suposición de la causa.
Esta característica se puede verificar en el análisis del primer libro del Génesis de El concepto de la angustia.
Kierkegaard anula por un lado la posibilidad de razonar en términos causales. El relato del Génesis, y todas sus glosas, terminan envolviéndolo en una seguidilla temporal y lineal: “El
 
Nota 1: Habría mucho que decir en cuanto a la afinidad profunda que aparece aquí entre la ética del psicoanálisis – que no puede prescindir del inconsciente, que no tiene en cuenta la causa y el principio de no-contradicción  – y la ética de Kierkegaard, caracterizada por vincularse con la “Realidad” y no con la “posibilidad” (categoría que abarca lo I y lo S): “Desde el punto de vista ético, la realidad es más alta que la posibilidad. La ética quiere destruir precisamente el des-interés de la posibilidad haciendo de la existencia el interés supremo. […] La ética imprime su abrazo en un instante sobre el individuo, exigiendo de él que exista éticamente” (Post-scriptum…., Paris, Gallimard, p. 214-216).
 
intelecto se pone a fantasear cómo fuera el hombre antes de la caída y así, poco a poco, a medida que se va charlando, se convierte la supuesta inocencia en pecaminosidad” (p 50, ed. revista de Occidente). Las cosas ocurrieron de un modo tal que, serpiente interpósita y concuspiscencia sexual, Adán cometió el pecado llevado por factores externos. El antes del acto de comer la manzana es rellenado por una descripción fantástica del paraíso. Las glosas teológicas (y Hegel) ocultan el mito con otro mito, soslayando el problema del origen. Se introduce una transición entre un antes y un después. Kierkegaard, en cambio, muestra que no se puede determinar una causa de ese “primer pecado” y dice que la única frase que lo explica es la tautología de san Pablo: “El pecado entró en el mundo por un pecado”. El “pecado original” no apareció en una continuidad lineal causa/efecto reconstruida a posteriori sino “como lo súbito, mediante el salto […] este salto pone la cualidad” (Ibidem). El acto de Adán no es causado, irrumpe en la serie cuantitativa. Esa irrupción es “para el intelecto un “escándalo”, ergo un mito. Como sustituto de éste, el intelecto inventa otro mito que niega el salto y hace del círculo una línea recta y entonces todo sucede naturalmente”.
Se reproduce la misma situación de impotencia de la inteligencia descripta en las Migajas: en este caso el enigma del origen, o sea, el agujero de la causa, es sustituido o cubierto por un relato mítico. La inteligencia soslaya el “instante”, donde el sujeto debe “soltar” la argumentación racional. Pero además, dijimos que el “instante” no solo prescinde de la causa sino también del ppio de no-contradicción. Para comprenderlo, hay que recordar que Kierkegaard no describe el paraíso como una plenitud de goce sino como una vaga “nada” que angustia: “En ese estado hay paz y reposo pero hay al mismo tiempo otra cosa que, sin embargo, no es guerra ni agitación – pues no hay nada con qué guerrear. ¿Qué es eso? Nada. Pero ¿qué efecto ejerce? Nada. Engendra angustia. Este es el profundo misterio de la inocencia, que engendra angustia”. Ese estado llega a su término con la aparición de una voz que dice: “No comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal”: “No hay ningún saber del bien y del mal [….] aún reina la inocencia, pero basta que resuene una palabra, para que se concentre la ignorancia. La inocencia no puede entender, naturalmente, esta palabra, pero la angustia ha hecho, por decirlo así, su primera presa; en lugar de nada ha encontrado una palabra enigmática”.  Es ahí, en el apresamiento en una palabra de la nada que angustia, donde reside el instante.  Porque Adán, que según Kierkegaard no comprendió del todo la prohibición de la voz (ya que no poseía la palabra todavía), comió la manzana reaccionando a esa voz, pero sin saber muy bien lo que hacía. No hay un referente de su acto que le dé un significado. Cuando comió la manzana, el pecado ya estaba allí. Cuando por un malentendido come la manzana, no sabe que comete el mal, cuando se da cuenta (una vez ingresado al lenguaje), ya la comió. Ya es pecador, antes de pasar al acto y al mismo tiempo el acto lo define, en un tiempo “réversif”, como pecador. (Afinidad con el estado de yecto de Heidegger (Geworfenheit): estar arrojado sin poder fundarse a sí mismo, arrojado por el Ser). La inteligencia, que pretendería poner allí una causa, no puede hacerlo, omite el “instante” del colapso por el cual la inocencia (o no-saber) se convierte solo après-coup en pecado (o en saber). En ese colapso, ni uno ni otro se anulan mutuamente. Un no-saber queda para siempre anidando en la Ley.
El “pecado”, como la angustia”, no son conceptos, afirma Kierkegaard: no se les puede aplicar la noción de causalidad porque ambos se estructuran con un “salto” (sin mediación) y además, el acto de Adán es anterior a la distinción entre el bien y el mal, ignora esa contradicción. Ningún acto ni decisión se deducen de una contradicción pensada. Una vez más, no estamos en el registro de la posibilidad sino de la realidad (lo Real). Un acto es más bien el producto, no-sabido por el sujeto, de ese desajuste inicial – que jamás será revocado – entre lo sabido y lo no-sabido.
Kierkegaard pretende “ajustarse a la narración bíblica”. La noción de angustia, no obstante, no figura en la narración bíblica y es por la angustia que Kierkegaard explica el paso de la inocencia (e ignorancia) al pecado. La angustia era primero angustia de nada y necesitó un “objeto” para aplacarse. La voz cumplió ese rol, objetalizó la nada de la angustia (la voz como objeto a).
En la escena de la caída de Adán,  también encontramos una lógica temporal idéntica a la del instante kierkegaardiano. En  Posición del inconsciente, Lacan la califica de “tiempo “réversif” (retroactivo) para referirse al surgimiento del sujeto en relación con el significante: “El significante produciéndose en el lugar del Otro no detectado todavía, hace surgir allí el ser del sujeto que no tiene todavía la palabra, pero lo hace al precio de cosificarlo. Lo que había allí preparado para hablar, en el doble sentido que el imperfecto en francés da al “había”, o sea, ponerlo en el instante anterior: estaba ahí y no está más, pero también en el instante posterior: un poco más estaba, de haber podido estar -. Lo que había allí desaparece al no ser más que un significante”.
Adán que “estaba” en el paraíso y “era” inocente, se afaniza entre el significante del Otro (la voz) y el que él  cree comprender en esa voz. Un poco más, y era, en cuanto se despierta del acto, ya no es más inocente. La caída de Adán (como la caída del objeto a) se produce sin razón explicable, a sabiendas de él, cuando vuelve en sí, ya es pecador caído (un ángel caído que se acuerda de los cielos, como decía el poeta). (Estructura del lapso: recordar que lapsor, lapsi, lapsus sum= caigo, caes, caí en latín).
¿Qué otra cosa describe Kierkegaard en el 1º capítulo del Concepto de la angustia, sino el surgimiento del sujeto por su entrada en el significante?
Esa entrada solo es captable por la lógica temporal donde el tiempo deja de ser una cosa que dura y exige un corte.
Recordemos las metáforas de la “cadena del pecado”, el hombre “esclavo” del pecado, de san Pablo). Nada podrá librarlo de esa esclavitud que no sea algo que pertenezca a Otro registro que el del “pecado”, o sea, la gracia divina, lo heterogéneo absoluto.
Lo que advino por un salto (el pecado) solo podrá ser anulado por un salto (la gracia). Y no hay garantía de nada.
Pierre Verstraeten (Ética y violencia): “A fuerza de insistir en la falla, Kierkegaard hace del extravío inicial una absurdidad cada vez más triunfante”. Masoquismo: cuanto más bajo esté, más alto estaré.
Es imposible que el pecado sea un concepto porque “la angustia es el supuesto del pecado original” (Concepto de la angustia). La angustia necesitó un objeto para no permanecer en la nada (que engendra angustia). Pero el objeto (en este caso la voz) no la eliminó (se podría leer la fórmula de Lacan: “La angustia no es sin objeto”, a la luz del comentario de Kierkergaard).
Decir que el pecado no es un concepto equivale a decir que el pecado no depende del registro de la posibilidad sino de la realidad. El sujeto Adán (que se repite en cada individuo) se sitúa en la “Realidad”. El instante por el cual accede al orden del pecado (y del lenguaje) sin saberlo, depende también del orden de la Realidad y no de la Posibilidad.
El existente de Kierkegaard, como categoría de pensamiento, se elabora en estre4cha conexión con el instante.
La existencia es una ruptura ontológica, recurrente y superadora cada vez, que une y separa al ser de sí mismo. No se la puede descubrir sin las nociones de instante, tiempo y cambio” (E. Gilson, Être et essence).
El cristianismo, “escándalo para los judíos, locura para los griegos” (san Pablo, Actas de los Apóstoles), fue para Kierkegaard el texto inaugural en el cual proyectó el dilema del “existente”. Innumerables pasajes de los evangelios comentados en los Discursos edificantes, la parábola del hijo pródigo, la encarnación (el mayor escándalo para el intelecto), el sacrificio de Isaac, el libro de Job, fueron para él leídos a partir de la paradoja del “existente”. Me detendré brevemente en  la aporía del Post – Scriptum entre lo eterno y lo temporal.
 
Es en las Migajas filosóficas donde Kierkegaard apela a la 3º hipótesis del Parménides, que condensa, yuxtaponiéndolas, las hipótesis encontradas de la 1º y 2º hipótesis: “El Uno es y no es, participa del ser y no participa del ser, es inmóvil y móvil…”.
Breve rodeo por el curso del 8/3/1972 del seminario O PEOR en que Lacan deduce la “ex – sistencia” del Uno del diálogo Parménides, a condición de que ese Uno no sea el Ser, haciendo del instante el correlato de la “ex – sistencia”.
Actualidad de Kierkegaard.
Así como Kierkegaard usaba un pasaje del Menón de Platón para revertir la reminiscencia en repetición, de un modo similar utiliza la tercera hipótesis del Parménides para revertirla en la estructura de la paradoja que subyace al cristianismo. El cristianismo extrae su verdad eterna de un hecho histórico y fechado (la existencia de Jesucristo como “hombre-Dios”). Su paradoja reside en haber sido un acontecimiento histórico singular, con valor eterno. A diferencia de las “sabidurías” antiguas (Aristóteles, Epicteto, Marco Aurelio), que auspician la temperancia, la distancia para con las pasiones y los afectos finitos,  el cristianismo reivindica lo finito y lo mortal: Cristo es un ser mortal en quien se encarna la eternidad del Padre.
El colapso entre lo temporal y lo eterno había sido ampliamente explotado en Aut… aut a través del choque entre la etapa estética y la etapa ética. En la primera, la mujer es el “instante” del goce. En la segunda, se instala en el matrimonio, que es temporalidad. En la etapa religiosa, el “instante” estético se transmuta en instante “eterno”, por una suerte de divinización del instante que pone a la mujer en el registro del Amor (escrito con mayúsculas).
“Eterno” no es en Kierkegaard el término simétricamente opuesto a “temporal”. En la medida en que no es, lo eterno es, sin embargo, lo único que hace ser lo que es. Porque lo eterno “ek – siste”, existe; o bien, porque no es, es. Véanse los desarrollos de S. Zizék en Menos que nada, donde lo eterno en Kierkegaard es comparado con el agujero del trauma: “Para Kierkegaard, la historia solo es desplegable en torno a un agujero
2 [….] La Eternidad no persiste más allá del tiempo sino que es más bien el nombre que Kierkegaard da al corte de la existencia misma como punto de contradicción imposible”. Según esto, el “existente” es un ser mortal en quien se encarna la eternidad del trauma.
Vuelve a reiterarse en el “instante” como punto de conciliación imposible de lo temporal y lo eterno,  la lógica por la cual no podría concebirse el “salto” sin introducir en lo idéntico una dismetría o ruptura fundamental. La disimetría no es separable, no obstante, del registro de lo cuantitativo, lo cualitativo debe inscribirse en lo cuantitativo, lo eterno en lo histórico. En la Post – Scriptum  a las Migajas filosóficas y en La escuela del cristianismo, muchos pasajes insisten en que la beatitud  eterna, por ejemplo, no se puede equiparar con los bienes temporales, no es “connumerable” con ellos, como si bastara con añadirla a los regalos del árbol de Navidad como un uno más. Como si la beatitud eterna pudiera alinearse en la lista de los bienes terrenos, como si no fuera una “sobra” entre lo eterno y lo temporal que, como el inconsciente de Lacan, no se puede decir que es, ni tampoco que no es. Ese “ni....  ni” supone, paradójicamente, una trabazón, una imbricación. Si lo eterno y lo temporal estuvieran separados de un modo abstracto, si fueran solo objeto de la especulación, no emergería la existencia como “ex – sistencia”.  La beatitud eterna es el agujero que rompe la continuidad con los bienes terrenales y necesita de éstos para manifestarse.
Si Kierkegaard tituló EL INSTANTE la revista que editó en sus últimos años, fue para designarse a sí mismo como el “mártir” de la contradicción del cristianismo en contra del confort y la facilidad en que se instalaba poco a poco el protestantismo de su época. Admirar a Cristo no es lo mismo que imitarlo, les grita a los representantes del protestantismo oficial. Imitarlo implica transformarse, como Cristo, en un “signo de contradicción”
3, y en un “contemporáneo” de Cristo comportándose con él como sus discípulos, que lo seguían sin saber si Cristo era o no Dios). Imitar a Cristo es integrarse en el “instante” del vuelco por el cual el maestro no transmite la verdad sino entre líneas, como una no-verdad e incluso como un escándalo, en la comunicación indirecta.
“¿Qué es la beatitud eterna? Explícamelo rápidamente”, parodia Kierkegaard poniendo la frase en boca de un hombre lleno de ocupaciones y apurado, que se afeita frente al espejo. Pretender una explicación es ignorar la colisión entre lo temporal y lo eterno, donde se produce la “ex – sistencia”.  Para el que se sitúa en la paradoja del instante, “todo vínculo con la inmanencia está cortado”. “El cristianismo no es una doctrina sino una contradicción propia de la existencia”. “La esfera de lo religioso rompe con la inmanencia
4 y hace de la existencia la contradicción absoluta”. Al promover en el “existente”, que es para él el sujeto cristiano, un núcleo irreductible a las pequeñas diferencias, Kierkegaard pone al existente como excluido-incluido del pensamiento inmanente.
No existe, por consiguiente, tiempo sin eternidad. La eternidad es lo que debe quedar excluido para que la realidad histórica pueda mantener su consistencia. Detrás de la “pasión” kierkegaardiana, hay una lógica
5, semejante a la que en Lacan hace del “por lo menos uno” la excepción necesaria para que un “todos” (falso) se pueda instituir y del exceso cualitativo que corta la continuidad cuantitativa, la “pasión” del existente.
Algo que sobra, por mínimo que sea (como el instante en que se suelta el hilo para que aparezca la existencia en los poussah), he aquí una figura de la existencia.  Esa sobra es el testigo de la desproporción radical entre el sujeto y lo Desconocido, o entre el cristiano y su dios.
 
Kierkegaard, un verdadero antecesor del psicoanálisis, supo encontrar en su enfrentamiento doloroso y conflictivo con la religión de su padre, el pasaje entre las estructuras del sujeto cristiano y las estructuras del sujeto del inconsciente. Toda su obra es una pregunta dirigida al psicoanálisis en cuanto a la permanencia del primero en el segundo, es decir, en cuanto a la estructura de una desproporcionalidad o desajuste entre el sujeto y una alteridad  que lo constituyó antes de que él pueda saberlo.
 
 
 
2 Véase Lacan : « La ex – sistencia se soporta de lo que hace agujero (…) Para que algo exista, debe haber un agujero ” (RSI, 17/12/1974).
3 Alusión al pasaje del evangelio de Lucas (IV): “Simeón dijo a María: Este niño provocará la caída y el levantamiento de muchos en Israel y será un signo de contradicción”.
4 Se refiere al sistema hegeliano donde el pensamiento es inmanente al ser y a la inversa, y donde el sujeto absoluto se piensa a sí mismo al mismo tiempo que se despliega como realidad histórica. En el sistema de Kierkegaard, en cambio, la “suprema pasión del pensamiento se produce cuando el pensamiento se tropieza con un obstáculo, la diferencia absoluta” (Migajas filosóficas).
5 Refiriéndose al Kierkegaard filósofo y no hombre religioso, dice Jean Wahl: “Es difícil que Kierkegaard haya tenido una experiencia religiosa (….) Quiso restablecer en sus rasgos propios los conceptos cristianos. ¿Pero hay por encima o por debajo de esos conceptos, en  él, una experiencia religiosa?”(Études kierkegaardiennes).
 

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